EDITORIAL / ANÁLISIS.

El narcomenudeo ya no es una estadística: es el dolor cotidiano de familias que no encuentran respuestas.

Fotografía de un barrio con una calle vacía y una luz de poste de alumbrado público. La falta de presencia estatal en los barrios genera un vacío que el narcomenudeo ocupa, dejando a las comunidades vulnerables.

Sin policía presente, sin dispositivos de salud suficientes y con causas que se dilatan, la crisis se “municipaliza”: los intendentes quedan a cargo de un problema que legalmente no es municipal—y políticamente los devora.

NEUQUÉN, 28 de agosto de 2025 — La escena se repite en Neuquén capital, Rincón de los Sauces, Añelo, Cutral Co, Plaza Huincul, San Patricio del Chañar. Una mamá pregunta por qué la plaza ya no es segura; un club barrial pide luz y presencia; un vecino señala una casa que todos saben qué vende. La respuesta estatal llega tarde, fragmentada o no llega. Entonces ocurre el desplazamiento silencioso: lo provincial se vuelve municipal. No porque así lo diga la ley, sino porque así lo marca la urgencia.

En teoría, las competencias son claras: seguridad (Policía provincial), salud (hospitales y tratamiento de adicciones) y justicia penal (fiscales y jueces) pertenecen a la Provincia. Los municipios no tienen policía propia ni sistema judicial; su mandato está en el espacio público, la prevención social, la convivencia. En la práctica, cuando la presencia provincial se diluye—por falta de recursos, políticas intermitentes o cambios sin continuidad—se abre un vacío institucional. Y el vacío no queda vacío: lo ocupan los intendentes.

Así, el intendente termina clausurando “aguantaderos”, dictando ordenanzas de control urbano, instalando luminarias y montando programas comunitarios para lo que debería ser un abordaje integral Salud–Seguridad–Justicia. Si deberíamos responder la cuestión sobre si mejoró la relación con la comunidad desde que el narcomenudeo empezó a abordarse en clave local, podríamos aseverar que mejoró la escucha y la reacción municipal, sí. Pero empeoró la expectativa: hoy la ciudadanía mide al municipio por resultados que dependen de actores que no controla.

Si el búnker vuelve a abrir, es “culpa del intendente”. Si la causa se cae o se demora, “el municipio no hace nada”. Si el pibe recae y no hay cupo en tratamiento, “no hay Estado”. La vara se sostiene sobre el nivel de gobierno más cercano, aunque no tenga las llaves del sistema.

La pregunta que late en cada reunión vecinal es brutal: ¿por qué no actúa la Policía? La respuesta técnica suele hablar de recursos, rotación de personal, prioridades operativas, competencias compartidas. La respuesta política que escuchan los vecinos es otra: ausencia. Y cuando la ausencia se prolonga, aparece la desconfianza: “si todos sabemos dónde está el kiosco, ¿por qué no lo saben las autoridades?”. Es en ese punto donde la legitimidad se erosiona. Y cuando la legitimidad se erosiona, no alcanza con más operativos: hace falta presencia sostenida, coordinación y resultados judiciales que le den sentido a cada allanamiento.

Ahora la Provincia debería responder por los municipios, cuando éstos cargan con un problema que no pueden resolver solos. Y esto no como consigna electoral, sino como arquitectura: o la Provincia conduce de verdad—con policía visible, fiscales con prioridades claras, dispositivos de salud con cupo real, datos abiertos y metas públicas—o seguiremos administrando la impotencia en ventanillas municipales.

El otro cuestionamiento es igual de doloroso: ¿quién se hace cargo de los años de ausencia y de los muertos? Nadie puede devolver esas vidas, pero sí podemos administrar memoria y responsabilidad: auditar decisiones, corregir rumbos, sostener equipos, blindar políticas de estado más allá del calendario electoral.

La municipalización de responsabilidades tiene dos efectos letales. Primero, el desgaste político local: los intendentes pagan el costo por la inacción ajena y, para no quedar inmóviles, expanden su radio de acción a fuerza de creatividad normativa (clausuras, demoliciones, patrullajes comunitarios). Segundo, la deformación institucional: sin recursos ni competencias, los municipios pasan a sustituir al nivel que falta. El remedio se vuelve trampa: normalizamos que el último eslabón haga lo que no puede, mientras el eslabón central se desdibuja.

Hay que pensar seriamente que junto con los derechos deben colegirse las garantías, sino todo es una gran ficción, una gran comedia. Deben tomarse decisiones simples, exigibles y medibles como un cronograma público de patrullaje por cuadrantes, responsables identificados, indicadores de respuesta en cada localidad. Todo lo que no se ve no existe. Dispositivos de tratamiento de adicciones con cupo garantizado y derivación efectiva desde cada barrio. La adicción es un problema de salud; el municipio puede acompañar, no sustituir. Prioridad fiscal para narcomenudeo con plazos, medidas sobre inmuebles y protección de testigos. Sin sentencia, el kiosco reaparece; sin sanción, el mensaje es impunidad.

El resto es política, en el mejor sentido: coordinar y rendir cuentas. Si la Provincia conduce, el municipio potencia. Si la Provincia se ausenta, el municipio se quema. La sociedad neuquina no pide milagros; pide Estado. Estado que llegue a tiempo, que permanezca y que explique lo que hace. Porque el dolor ya está: en las familias, en los clubes, en las escuelas que pierden a sus chicos, en las noches donde la sirena no llega.

Hay una línea que no podemos seguir cruzando: la de naturalizar que el barrio se salva solo. No es cierto. Un barrio se salva cuando cada nivel del Estado hace lo que le toca y cuando la responsabilidad no se delega en el más débil, sino que se asume desde el que tiene la fuerza y la competencia. Neuquén conoce de trabajo, de organización y de orgullo; tiene derecho a conocer también de presencia provincial. Y a contar, esta vez, con un Estado que—por fin—responda por los barrios.

Porque detrás de cada esquina marcada por el narcomenudeo hay adolescentes expulsados del sistema, jóvenes que no eligieron vivir así, sino que son la consecuencia natural de múltiples ausencias: aulas vacías, escuelas sin clases, hospitales sin recursos humanos, hogares sin madres presentes, padres atravesados por adicciones o por rupturas donde parece que se divorciaran de sus hijos antes que de sus parejas. La fragilidad de esas realidades abre espacio a un flagelo que avanza más rápido que las políticas públicas, mientras la salud mental—ese otro frente silencioso—se deteriora tanto o más que por la droga misma.

Pensar que “se maten entre ellos” hasta que no quede ninguno no solo es inhumano: es claudicar como sociedad. No podemos mirar para otro lado ni resignarnos al cinismo. Hace falta decisión, presencia y políticas sostenidas. Hace falta, sobre todo, compromiso. Porque si queremos que el agua baje, hay que poner los pies en el barro. Allí donde duele, donde se juega el futuro de nuestros chicos, donde el silencio del Estado no puede seguir siendo más fuerte que el grito de los barrios.

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Esta nota fue elaborada a partir de un análisis de opinión sobre temas de interés público en la provincia. AIRESNUEVOSNQN se ampara en la Constitución Nacional, la Ley 26.032 y tratados internacionales que garantizan la libertad de prensa y el derecho a informar sobre asuntos de interés público.

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